Naturalmente, ya hay periodistas —benditos sean los descreídos— que han corrido a explicar que todo esto son casualidades. No vaya a ser que alguien, Dios no lo quiera, vuelva a creer. En Fotogramas lo despachan con la elegancia del que mira un milagro y dice: “Bah, será el viento”. Curioso: la misma revista en la que Verónica Echegui, poco antes de fallecer, dejó una reflexión más viva que muchas homilías. “No afrontamos la realidad de que todos vamos a morir”, decía. “Quizás si nos hubieran hablado de ello desde la confianza, desde la fe en una vida que continúa…”.
Así que quizá —solo quizá— esas imágenes, esos gestos, esas canciones, revelen algo más que una “coincidencia cultural”. Porque aunque se empeñen en explicar Los domingos y LUX como si fueran ejercicios de semiótica postmoderna, hay algo en ellas que se resiste a morir: una nostalgia de lo sagrado.
Alauda Ruiz de Azúa, en Los domingos, filma a una adolescente que quiere entrar en un convento, y a su familia, desbordada ante el misterio de esa decisión. Los analistas hablan de “culpa” y “represión” porque son las dos palabras que aprendieron en primero de progresismo. Pero lo que late ahí es otra cosa: la atracción por lo eterno, el vértigo de la trascendencia. Lo que para el mundo parece una “renuncia a la vida” es, para quien ha escuchado la voz de Dios, la única forma de vivirla entera.
Y Rosalía, con su LUX, podrá jugar con los símbolos, convertirlos en pop, hacer de la iconografía católica una performance, pero… ¿por qué precisamente esos símbolos? ¿Por qué el hábito, la cruz, la luz, el oro, el nombre de Cristo? ¿Por qué no el yin-yang, el horóscopo maya o el tarot? Porque lo cristiano sigue siendo el lenguaje más reconocible de la trascendencia en Occidente. Incluso quienes dicen no creer recurren a él cuando quieren hablar del alma.
No es un “despertar católico” en el sentido literal, claro. Pero sí un síntoma de algo más profundo: el deseo de lo eterno en un tiempo agotado por lo efímero. El arte pop se disfraza de religión porque ya no sabe cómo orar. Se acerca al altar con la torpeza de quien no conoce la liturgia, pero siente que allí hay algo verdadero. Y eso, aunque lo nieguen los escépticos de redacción, es ya un principio de fe. Antes, lo provocador era que Almodóvar pusiera a una superiora drogadicta y a una monja con un tigre en Entre tinieblas. Hoy eso ya es mainstream, merienda de Netflix. Lo verdaderamente punk, lo que de verdad escandaliza, es una muchacha que quiera ser monja en 2025. Los Javis han pasado de la blasfemia simpática a la vocación musical, y Rosalía, sin saberlo, ha hecho del convento el nuevo after. Lo divino nunca pasa de moda, sólo cambia de ritmo.
Por eso este “christiancore” que tanto divierte a los modernos no es una frivolidad: es un síntoma de sed. Sed de sentido, de belleza, de algo que no se apague con el móvil. Puede que muchos no crean, puede que se burlen, puede que confundan fe con filtro. Pero si seguimos volviendo una y otra vez al símbolo de la cruz, tal vez sea porque aún esperamos lo que esa cruz promete.
Aunque lo llamen estética, la sed de Dios se cuela hasta en los estribillos. Y eso, digan lo que digan los críticos, suena bastante a milagro.
