Es más fácil conseguir que Johnny Depp te dé un abrazo sincero, que una entrada en la web de Noches del botánico. Qué experiencia. Es como si quisieras hackear la web de la NASA… pero con más frustración.
Primero, la cola de espera virtual. Te dicen: “Estás en la posición 12.345. Podrás comprar entradas dentro de hora y media”. Perfecto. Hora y media para meditar, leer el Quijote, aprender mandarín… o incluso dominar todos los instrumentos de la banda. Y mientras tanto, tu número baja… pero más lento que un caracol con muletas. Es un milagro de paciencia y masoquismo digital.
Luego llega el momento mágico del precio. Ves la entrada y piensas: “¡200 euros! ¡Vale, no pasa nada, me lo merezco!” Sigues a la página y aparecen los gastos de gestión, el seguro, la tasa de respirar… y de repente la entrada vale 400 euros. Por una butaca desde donde ves la espalda de Danny Elfman a lo lejos. Creo que hasta en las películas de Tim Burton me sentiría más cerca de él… A este precio me habría comprado un piano de cola y tocado yo mismo la banda sonora.
Y finalmente, la joya de la corona: la conexión falla justo cuando metes la tarjeta. “Transacción no completada, inténtelo de nuevo”. Intentas otra vez… falla. Otra… y otra… hasta que te llama el propio banco, que te llama para preguntar por qué estás intentando comprar una entrada que vale más que tu coche.
Al final, cuando logras comprarla… ya estás demasiado estresado para disfrutar del concierto. Cuando entre este verano al Botánico estaré gritando: “Danny Elfman, estoy aquí!”… pero en realidad estás pensando: “Espero que valga la pena, porque técnicamente he hipotecado la casa y el futuro de mis nietos por esto”.
En fin, señores, comprar entradas para Danny Elfman es la única experiencia en la que puedes sentir terror, suspense y comedia antes incluso de que suene la primera nota. Todo un viaje emocional. Antes, comprar entradas era un acto sencillo. Ibas un día cualquiera a Madrid Rock, paseabas entre vinilos y pósters, y le pedías al dependiente una entrada para Metallica con toda la tranquilidad del mundo. Nadie te miraba mal, nadie te metía en una cola virtual de mil kilómetros, y si había suerte, incluso charlabas cinco minutos sobre el último disco. Ahora todo se ha masificado: lo de la Boca de la Verità en Roma, que antes era un instante mágico en soledad rememorando a Gregory Peck, se ha convertido hoy en día en una procesión de hora y media de cola.
