Manhattan, 1976.
El plató rebosa nervios, luces y gente con gafas de pasta más gruesas que los guiones. Entra Diane Keaton, huracán con sombrero, ciclón con corbata, tempestad de tweed. Su outfit parece una mezcla entre banquero de los años 30 y poeta del Village con problemas de compromiso.
Cuando Woody Allen la ve aparecer se queda petrificado, como si acabara de descubrir una cucaracha existencialista. Se ajusta las gafas —ese gesto que ya es marca registrada— y pregunta con voz de clarinete asmático:
—Diane… ¿vas a rodar con eso puesto?
Silencio absoluto.
El sonidista deja caer el micro como si fuera una bomba.
El maquillador se persigna con una brocha.
Y el ayudante de dirección, sensible al drama, se desploma sobre una torre de guiones gritando “¡no lleva el vestuario aprobado por producción!”.
Impasible, Diane Keaton lo mira con esa mezcla suya de inocencia y descaro que puede desarmar a un ejército de críticos. Y contesta:
—No sé tú, Woody, pero yo no pienso actuar incómoda.
Y dicho esto, se planta frente a la cámara. La corbata flamea heroicamente, el sombrero desafía la gravedad y el tweed se convierte en bandera de la libertad artística.
El resto es historia: Annie Hall arrasa en los Oscar, Diane se convierte en icono de estilo sin quererlo, y Ralph Lauren felicita públicamente a la actriz por haber puesto de moda la corbata entre las mujeres.
