Contaba al parecer muchas veces que rodando Dos hombres y un destino, ese peliculón donde Robert Redford y Paul Newman van de vaqueros con más estilo que el dependiente de una tienda hipster, llega el momento clave: la escena en la que tienen que pegarse un saltito de un acantilado a un río. Fácil, ¿no? Pues no.
Paul Newman, con el que bromeaba continuamente, le dijo que no había pelotas para tirarse ellos mismos y prescindir de los dobles. Robert Redford, más valiente que el caballo de Clint Eastwood, le respondió algo así como “sujétame el cubata”.
Al final, Redford se planta delante del director, George Roy Hill, y suelta:
—“Mira, George, yo esto lo hago sin doble de riesgo. Que se note que soy el mismísimo Sundance Kid”.
Al director se le pusieron los pelos como escarpias al escuchar eso, más o menos le entró más miedo que al Coyote viendo a un correcaminos gigante, así que le respondió:
—“¡Ni de coña, Robert! Tú no saltas”.
Robert Redford se quedó con cara de póker:
—“¿Cómo que no? ¿Y por qué?”.
George, muy serio:
—“Porque eres demasiado valioso para la película”.
Y aquí viene el momentazo. Robert Redford, indignado, como si le hubieran dicho que Brad Pitt tiene mejores abdominales, se gira, señala a Paul Newman y dice:
—“¡Ah! ¿Y Paul sí que puede? ¿A qué viene esto?”.
El director, sin pestañear, le suelta la bomba:
—“Pues verás, es que Paul tiene un seguro muy potente. Si la palma nos dan un pastizal, o sea que me da igual que salte”.
Vamos, que básicamente le vino a decir:
—“Robert, tú eres como un jarrón de la abuela, mejor en la estantería. Paul, en cambio, si se rompe… pues el seguro paga”.
Redford siempre contaba esta historia diciendo que ahí se dio cuenta de que en Hollywood, más que actores, son como coches de lujo: te dejan conducirlos, pero ojo con el golpe que la reparación sale cara.
