Al día siguiente el público ha vitoreado Queer, de Luca Guadagnino, durante sólo 11 minutos, vaya por Dios, ¡qué pinchazo! El realizador se habrá cogido una depresión. O sea que si acudo a una sala de cine mejor me meto a ver la del manchego, pues me entrarán ganas de ovacionarla durante seis minutos más. Nos quejábamos de que calificar las películas con estrellas como si fueran hoteles resultaba reduccionista, ¡pero hemos encontrado un método peor para decidir si un estreno supera a otro!
¿Cómo hemos llegado a esta patética situación? Pienso que hace años los vítores surgían de forma espontánea. Recuerdo por ejemplo los históricos 22 minutos que se pasó el público enalteciendo El laberinto del fauno, en el Festival de Cannes, allá por el año 2006. Todo indica que se produjo esta situación de forma natural, o sea que realmente a la gente le gustó la peli y ya que el realizador y las estrellas habían asistido a la proyección, todos querían demostrarle su entusiasmo. Por aquel entonces sólo ocurría esto de vez en cuándo.
Pero en la actualidad debe haber un tipo reclutado para sacar el cronómetro y medir exactamente cuánto tiempo pasa la gente dándole a las palmas. ¿Se imaginan estudiar periodismo durante 4 años para que después Variety o The Hollywood Reporter te manden con el reloj a ver cuánto tiempo dura el entusiasmo de la concurrencia? Está ocurriendo. Es posible que las astutas distribuidoras y avezados productores de películas habrán observado ha tiempo que se publica en periódicos y medios especializados la reacción del público a los pases en los grandes certámenes. Así que sospecho (piensa mal y acertarás, oh, malvado Juan Luis) que aliados con los creadores, y algún que otro amiguete que pasa por allí, los ejecutivos de Hollywood ponen a todo el que puedan a aplaudir como locos, silbar y si es posible que den saltos de alegría. Lo que toda la vida se ha llamado “la cla”.
Y yo que si estoy más de 30 segundos dándole a las palmas me agoto. Estoy mayor. Pero lo mejor es que en esos 16 minutos pasan etapas. Primero, todos estamos sincronizados. Es hermoso, parece un concierto de percusión: CLAP CLAP CLAP. Y después de unos tres minutos, ya empieza a desordenarse. Unos van más rápido, otros más lento, alguno ya está aplaudiendo en clave de salsa, y tú estás ahí como: “¿Qué ritmo es este? ¿Estoy aplaudiendo en otra dimensión?”.
En el minuto diez, ya estás aplaudiendo por compromiso. Ya no es por la obra, ya no es por el artista. Es por la supervivencia. Ya hay alguien a tu lado que ha sacado el celular para googlear: “¿Cómo dejar de aplaudir sin que te juzguen?”.
Cuando llegamos al minuto quince, esto ya es otro nivel. Es la resistencia humana en su máxima expresión. Ya ni siquiera es un aplauso, ¡son las olimpiadas! Algunos están jadeando, sudando. Las manos parecen espátulas. Hay alguien aplaudiendo con los codos porque ya no da para más.
Y entonces, finalmente, el aplauso se apaga. Un aplauso de 16 minutos… ¿quién inventó eso? Debe haber por ahí alguien que coordine al equipo. “¡Vamos, chicos! ¡Aguanten, que faltan solo 30 segundos! ¡No se rindan ahora!”.
Imagino que cuando paras de aplaudir tanto, te sientes satisfecho. Es como decir: “Lo logramos. Somos héroes del aplauso. Ahora, a descansar esas manos… hasta la próxima peli, que ojalá dé lo justo para un aplauso de un minuto. O dos, si estamos muy emocionados”.
Por cierto, si a ti amigo lector te ha gustado este artículo… ¡acepto aplausos! Pero no hace falta que te tires 16 minutos homenajeándome.