No sé en qué momento mi vida se convirtió en esto. Ser crítico de cine es como ser el aguafiestas profesional del mundo del entretenimiento. ¿Sabéis lo que es vivir en una sociedad que disfruta de las películas… y tú no puedes? Porque a ti te pagan por analizarlo.
Mis amigos ya no me invitan al cine. La última vez que fui con ellos a ver una de Marvel, salimos y todos estaban felices, emocionados… y luego miraron mi cara. La felicidad desapareció. “No digas nada”, me dijeron, como si fuera el Voldemort de la diversión.
— “¿Te ha gustado la película?” Es la pregunta que nadie quiere hacerme. Porque si digo “bueno…”, ya están temblando. Saben que lo que sigue es un análisis de 40 minutos sobre el subtexto, los fallos de guion y cómo Quentin Tarantino lo hubiera hecho mejor.
Mi novia, pobrecita… Ella intenta ser paciente. Pero la última vez que fuimos al cine me miró con ojos cansados y me dijo:
— Por favor, sólo dime si te ha gustado y ya.
Y yo:
— Eso sería traicionar mi ética profesional.
Otro día me dijo:
— Cariño, ¿vamos a ver una comedia romántica?
— ¿Una comedia romántica? ¿Otra historia con los mismos tropos de siempre? El meet-cute forzado, el conflicto absurdo, la resolución en un aeropuerto… ¡Esto es predecible, vacío y…!
— Está bien, la veo sola.
Mi padre tampoco está a salvo. Me llamó el otro día y me dijo:
— Hijo, he visto una película preciosa, Forrest Gump.
Y yo, sin poder evitarlo:
— Papá… está sobrevalorada.
Silencio en la línea. Luego, con tristeza, mi madre susurró:
— ¿Quién te hizo esto? Yo no te crié así.
El colmo fue cuando en Navidad me regaló un Blu-ray… y venía con una nota:
“Por favor, no me digas lo que piensas”.
Así vivo. Temido. Aislado. Un hombre con un poder del que no pedí ser dueño… y del que no puedo escapar.