Todo comenzó cuando unas 300 viudas y viudos recibieron un correo frío como una butaca vacía. La misiva informaba que, para dar prioridad a los 11.000 miembros activos (y en aumento), se les negaba el acceso a las proyecciones en Los Ángeles y Nueva York. Una costumbre de décadas, cortada sin ceremonia ni aplauso.
Irene Ramp, viuda del guionista de El graduado, lo vivió en carne propia: fue a una proyección y le dijeron que ya no tenía entrada. “Ya no puedes venir”, fue la frase que la dejó en fuera de juego.
Silencio en sala… hasta que ardió el patio de butacas
Las reacciones no se hicieron esperar. Ramp escribió un correo furioso, copiado a otras viudas y viudos. “Una decisión mezquina y dolorosa”, decía. Otros nombres se sumaron al clamor, como Christine Cuddy, viuda del productor Harry Gittes, y Laurie Rissien, viuda de Edward Rissien. Claude Rush, viuda del director Richard Rush, fue más directa: escribió al CEO de la Academia, Bill Kramer, exigiendo explicaciones.
La respuesta oficial no tardó: la medida se justificaba por la saturación en algunas sesiones, según Kramer. Pero, tras el revuelo, la Academia reculó y envió un nuevo correo, esta vez más suave y conciliador, anunciando que se restituía el acceso a los cónyuges de miembros fallecidos. “Nos alegra volver a daros la bienvenida”, concluía el mensaje.
Hollywood es experto en reescribir guiones sobre la marcha. Y esta vez, las viudas y viudos han conseguido algo inusual en la industria: una secuela mejor que el original.