Esta propuesta de Netflix cuenta con impecables trabajos de Javier Bardem, Chloë Sevigny, Nicholas Alexander Chavez, Cooper Koch. Se debe reconocer además que Monstruos: La historia de Lyle y Erik Menéndez despierta el interés del espectador sobre el tema central, cómo unos chavales que lo tienen todo quieren más, y cuanto antes, así que se metieron en problemas más grandes que su mansión. Se consigue que nos planteemos si se trata de víctimas o unos psicópatas.
Por desgracia adolece del problema de muchos de los productos de la plataforma audiovisual: que lo que daba para cuatro capítulos se alargue para rodar nueve. Lo peor, el capítulo 5, “The Hurt Man”, filmado en un solo plano secuencia continuo de 35 minutos. Erik Menéndez, el menor de los hermanos, cuenta a su abogada cómo su progenitor abusaba sexualmente de él. Esta entrega comienza con una apertura lejana pero la cámara se acerca hasta dejar en primer plano el rostro de Erik. La abogada aparece de espaldas. Sólo salen ambos en todo el capítulo. Todo muy en plan “quiero ganar este año el Emmy por este prodigio técnico”. Aparte de que resulta demasiado evidente la maniobra, y aburre a las ovejas, nada de lo que se cuenta resulta mínimamente novedoso, pues todo se ha dicho ya antes. De hecho, si un espectador se lo salta, no se perdería nada.
Ahí estás, mirando a Erik con su carita de “tengo demasiados sentimientos”, mientras tú piensas: “A ver si pestañea o por lo menos cambia de tema”. Pero no, la cámara sigue fija, como si estuviera esperando la iluminación divina, y tú en tu sofá ya moviéndote más que Erik en toda la escena.
A ver, a ver… ¿quién decidió que rodar el episodio 5 de Monstruos: La historia de Lyle y Erik Menéndez en un plano secuencia fijo era una buena idea? Todo el rato viendo al hermano pequeño con cara de “¡Ah, mi vida es un drama!”. O sea, ¿para qué? Creo que ni siquiera figuraba esta entrega cuando se escribieron los guiones, pero que los creadores del percal, Ryan Murphy y Ian Brennan, hna dicho “ésta es la nuestra”, y lo han añadido a última hora para dárselas de guays.
Y lo peor, lo pretencioso. Claro, la cámara está quieta, y de repente todo el mundo se pone a analizar: “¡Oh, qué técnica tan innovadora! ¡Qué audacia!”. A ver, ni que Erik estuviera recitando a Shakespeare. Más bien parece que está pensando: “¿Qué iba a decir ahora?”, con la misma expresión que pones cuando olvidas por qué entraste en una habitación. Súper trascendental, ¿eh?
Y tú, después de cuatro episodios de dramas, esperas que en este capítulo pase algo nuevo, algo que te deje con la boca abierta. Pero nada de nada. No hay spoilers, no hay revelaciones, ni siquiera un pequeño plot twist que te haga gritar “¡Oh!”. Esto es como cuando vas al cine a ver una peli larguísima y luego te das cuenta de que con el tráiler hubieras tenido suficiente. Pero aquí ni eso. Ni tráiler ni palomitas.
Si al menos hubiera algún pequeño momento entretenido, como ver a Erik comiéndose unos espaguetis o resolviendo un sudoku mientras habla de sus problemas. Pero no, es todo demasiado “artístico”. Y encima, los críticos seguro diciendo: “Es que la tensión es increíble. Es un retrato íntimo de la culpa y el trauma…”. ¿Qué tensión? Si yo ya estaba más tenso por no saber si Erik iba a pestañear en algún momento. Esto no es tensión, es aburrimiento disfrazado de “arte”. Ya he visto comentarios en redes sociales calificándolo como “magistral”. Sí, claro.
Así que al final del episodio te sientes como un héroe de sofá por haber sobrevivido 35 minutos observando a Erik como si fuera un mueble de IKEA sin manual de instrucciones. Pero seguro que lo venden como una “experiencia inmersiva”. ¡Y claro que es inmersiva! Inmersiva en tu paciencia.