Los protagonistas iban por la jungla y ¡zas!, un paso en falso y se iban hundiendo, despacito, luchando a cámara lenta. Cuando era niño estaba convencido de que en cualquier esquina, en cualquier paseo del parque, podía toparme con un charco de arenas movedizas, listo para engullirme hasta la frente. Era una amenaza constante y real. Y claro, uno crece mentalmente preparado para sobrevivir a esas cosas.
Tenía mi plan maestro: si me caía en arenas movedizas, actuaría como un héroe de cine. Moviendo los brazos en círculos, agarrándome de una rama (en las pelis siempre aparecía alguna al alcance del héroe de turno), mientras gritaba cosas como: “¡Sálvenme! ¡Que me hundo!” Sabía que había que moverse con estilo, no fuera que, como el primo travieso del cemento fresco, las arenas movedizas te tragaran más rápido si te ponías nervioso. Y ya tenía asumido que ahogarse en tierra era completamente posible, porque, oye, así me lo enseñaron las pelis. Una verdad tan científica como que la lava no te alcanza si corres en línea recta.
Pero, claro, uno crece y empieza a sospechar de estas “verdades universales”. Y ahí estaba yo, un adulto preparado para sobrevivir a arenas movedizas… y nada. Ni rastro. Resulta que, en la vida real, casi no existen. Y si las encuentras, lo más probable es que… ¡flotes! Así, sin más. Ni succión mortal ni nada; al parecer, el agua y el lodo no conspiran para tragarte como el malvado que te esperaba en la infancia. Total, años de entrenamiento mental tirados por la borda.
Y entonces uno piensa: ¿toda esa preparación mental… para qué? ¡Nadie me advirtió de las verdaderas arenas movedizas de la vida! En vez de eso, ¿por qué no me advirtieron de las arenas movedizas modernas, de los recibos de la luz que te van succionando el sueldo, o de los contratos de telefonía que te hunden mes a mes en un pantano de tarifas imposibles? Eso sí que son arenas movedizas reales.
Nada te prepara para estar en la “ventanilla de atención al cliente” del banco, hundiéndote cada vez más en el lodo burocrático mientras un empleado te suelta el clásico: “le falta un papel”. Y tú, como en las pelis, empiezas a gritar “¡No! ¡Me hundo! ¡Aaah!”. Intentas agarrarte a tu carpeta, pero no hay rama salvadora, y para cuando te das cuenta, ya estás hasta el cuello en el formulario número veintisiete, con tres copias compulsadas.
Así que, resumiendo, lo de las arenas movedizas de las películas no era nada comparado con la vida adulta. Eso sí que es como caer en un pantano. Porque en la selva, al menos, siempre estaba esa rama. Aquí, en el pantano de la vida moderna, la única rama a la que puedes aferrarte es… la esperanza. Y esa se está desmoronando.